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martes, 29 de enero de 2008

Louis Barton

Si no los has leído, aquí están los capítulos anteriores...

Entrada VIII

La carreta limpiaba el polvo del camino. El paisaje se iba haciendo cada vez más verde a medida que se acercaban a Tuz Golu. La frondosidad de arbustos, brezales y pequeños pinos crecía ante la vista emocionada de los pequeños Kemal y Ahmet.

Sabían que hoy era un día importante; hacía tiempo que no veían a sus familiares, y este año el cumpleaños de su abuelo se había convertido en una especie de reencuentro y, en cierto modo, de redención. Kemal y Ahmet sabían todo eso, pero lo que de verdad les embargaba de excitación era la hecatombe de cabras y el banquete posterior, los cuchillos de caza labrados con colmillos de jabalí de su primo Abdullah, la caza de geckos, las carreras por las minas de sal y los chapuzones en el mar de Tuz Golu.


Mirtha miró a sus hijos y deseó conservar la inocencia que mostraban aquellos ojos. Pero los pensamientos que cruzaban su cabeza eran muy distintos.

Aquella región de Turquía central no era la Turquía modernizada de la que hablaban los visitantes ocasionales que llegaban a la aldea. La gente de allí se resistía a uniformar sus dialectos y su forma de escribir. Se resistía a abandonar sus viejas costumbres. El avance del cristianismo reforzaba la tesis de los tradicionalistas, que veían en Europa a un monstruo que devoraría sus costumbres y cultura. Mirtha en cambio veía en Europa la salvación para su familia de una vida de miseria y analfabetismo. Los libros de contrabando que Kerem le conseguía y con los que ella intentaba educar a sus hijos para el mundo de mañana no eran suficientes, definitivamente.

Estambul, la puerta de Europa…

Algún día…

Mientras tanto, el presente era esto: obediencia; ortodoxia; machismo; intolerancia; culto a la ignorancia; sumisión.

Ahmed.

El pensamiento llegó a Kerem sin saber muy bien por qué, mientras arreaba las yeguas y acariciaba el codo de su esposa. Para qué negarlo. El cuñado de su mujer, Ahmed, resumía todos los defectos del país. Se llamaba a sí mismo otomano, y escupía a la mínima ocasión sus anhelos de reinstauración del Imperio.

Y además… estaba aquella mirada que invariablemente dirigía hacia Mirtha, a mitad camino entre el desprecio por su cojera y la lujuria por el resto de su cuerpo.

Kerem fustigó sin motivo a las yeguas, furioso de repente, al recordar el desprecio y las palabras de Ahmed la última vez que se habían visto, hacía ya casi un año.

Pero inmediatamente se dominó, racionalizando la situación. El motivo del viaje era reconciliarse con la familia de su mujer, y no tenía ningún sentido emponzoñarse en tales pensamientos.

Sonrió a su esposa y ella le devolvió la sonrisa.

Tras rebasar una colina distinguieron por fin el gran lago. La carreta siguió levantando el polvo del camino, mientras los pensamientos de Kerem, Mirtha, Kemal y Ahmet volaban en todas las direcciones.

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