Apoya Wikipedia Por la neutralidad de la red Apoya Wikileaks! Vota a otros

domingo, 12 de marzo de 2006

Domingo

No sé qué hora es. Tengo el reloj guardado en la mochila y no pienso sacarlo. Sólo sé que es domingo y aún hace sol. He tenido que venir al Parque del Norte de Madrid para darme cuenta de ciertas cosas que en Gijón me habían pasado desapercibidas.

Madrid. La ciudad más fea y ruidosa en la que he vivido. Una naturaleza muerta en todos los sentidos.

Por eso resulta tan paradójico que haya tenido que estar aquí para poder haber escrito esto. O no tanto. Quizás no hace más que confirmar eso de que no apreciamos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. Y que en lo peculiar, en la excepción, reside la belleza.

Después de la semana de trabajo más dura de mi vida, decidí desconectar de todo: de la casa, de los compañeros, de la ciudad. Pero es imposible escapar de Madrid, de manera que lo que hice fue ocultarme en ella. Ayer sábado me perdí en el Retiro, y hoy he venido hasta el Parque del Norte.

Tras mucho tiempo he vuelto a sentir la hierba bajo mis pies desnudos; el calor del sol bronceando mis mejillas; el trinar de los gorriones (sí, y por qué no, el graznar de las urracas). Anoche sentí un déjà vu, buscando mis cosas sobre la hierba, en la oscuridad de la noche. Y hoy he vuelto a Gijón, a la casita de Fano de mis padres, a los domingos de primavera. De alguna forma he regresado un poco a mi infancia.

Si me preguntaran qué es lo que más desearía en el mundo, una sola cosa, creo que sé lo que respondería: no perder nunca ese trocito de infancia; mantener siempre aunque sea una mínima porción de inocencia, de sentido de la maravilla.

Hoy creo que he recuperado algo que había perdido estos meses. Sentir cómo una hormiguita negra corretea por mi pierna, provocándome cosquillas. El ladrido de un perro a lo lejos. La brisa suave que acompaña el ritmo de mis pensamientos adormecidos.

También me he dado una cuenta de una cosa: ya es primavera. Los árboles más tempraneros del parque ya están en flor: diminutas y preciosas flores rosáceas. Y siento que éste ha sido uno de los años que más deprisa han pasado. Hace bien poco estaba hablando de la nieve. Y recuerdo conversaciones con mis compañeros poco anteriores en las que les vendía la belleza del otoño, de las hojas secas pavimentando las calles y del sol frío sobre los tejados.

Por eso he empezado diciendo que es extraño que sea en Madrid donde me haya tenido que dar cuenta de estas cosas. No sé si soy sólo yo, pero tengo la sensación de que el ser humano está renunciando a demasiadas cosas. Yo, desde luego, no pienso hacerlo. Aunque sea en un maldito parque; aunque a ambos lados esté rodeado de edificios; aunque el ruido de los coches acompañe, lejano, el canto de los pájaros; a pesar de todo eso, seguirá mereciendo la pena venir aquí, aunque sea para entonar un melancólico lamento por el maravilloso mundo que estamos a punto de destruir.