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martes, 23 de diciembre de 2008

El largo adiós

El dedo del escritor rozó la espalda de la mujer, y Ella se estremeció con un escalofrío. La mano de él siguió bajando lentamente, casi a cámara lenta, como si al final de aquel gesto, al final de aquel cuerpo hubiese un precipio al que no quería caer, pero que sin embargo era su sino.

El dedo esquivó la cinta abierta del sujetador, que solo se mantenía por uno de los tirantes sujeto al antebrazo -casi al codo- de Ella, y continuó su curso siguiendo la línea del cuerpo de mujer hasta llegar a la tira de las bragas. Allí se entretuvo un rato, jugueteando y enredándose con ellas, mientras con la otra mano acariciaba el sedoso pelo, largo y castaño, de su amante.

Finalmente, con delicadeza impropia de un hombre de su condición, deslizó las bragas a lo largo de las piernas, salvando de forma imperceptible las nalgas sobre las que reposaba el cuerpo desnudo de la mujer.

Él sabía que Ella era una diosa porque tenía el poder de detener el tiempo con un solo movimiento de su pelvis, con un leve susurro o hechizo, con una mirada traviesa, con una sonrisa fugaz. Y así, aquella última noche el tiempo se detuvo, como lo había hecho en ocasiones anteriores. Por un tiempo indeterminado, él disfruto de la Inmortalidad que ella le ofrecía en su cáliz de fecundidad y pecado, y bebió del cáliz con la sed del que se está desangrando de Amor.

A pesar de todo, aquel tiempo Eterno duró, al fin y al cabo, demasiado poco, y la resaca del amanecer le sorprendió desnudo y solo bajo unas sábanas en las que no estaba, nunca volvería a estar Ella. Tan solo el perfume de sus besos flotaba en el aire.

Dos botellas de whisky después él estaba borracho pero el perfume persistía y a veces, en su delirio, creía ver un contorno de mujer en lo que solo eran los pliegues de las sábanas y la imaginación de un hombre desesperado.

Ella se había ido, tal vez para siempre, y él tendría que volver a aprender a caminar solo.

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