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domingo, 30 de noviembre de 2008

El hijo del molinero

Ayer fue el bautizo del hijo de Penélope, buena amiga y compañera de trabajo, y como regalo le encuadernamos un librito con poesías, cartas y fotos de sus amigos. Como últimamente tengo poca creatividad artística, lo único que se me ocurrió fue regalarle un cuento a Nacho (así es como se llama el niño de mi amiga), para que sus padres se lo lean cuando sea mayor.

Para subrayar mi pecado de orgullo, lo publico también aquí para que cuando servidor de Vds. se convierta en alguien famoso, Penélope pueda presumir de tener el original :P

Les presento el cuento del hijo del molinero, cuyo aroma les recordará un poco la tradición de los hermanos Grimm...

* * *

EL HIJO DEL MOLINERO


Érase una vez un molinero que vivía con su único hijo en una casita a la orilla del río, en un pequeño pueblecito muy lejos de la capital del reino.

El hijo era un chico diligente y trabajador, pero a medida que crecía comenzó a mostrar deseos de conocer la capital del reino. Todos los años en su cumpleaños su padre le hacía una tarta de zanahorias con lo poco que conseguían cultivar en su pobre y pequeño huerto. En la tarta había una única vela, la misma todos los años, que el hijo soplaba mientras pedía un deseo: “salir del pueblo y ver mundo”. Y todos los años su padre le decía: “cuando la vela no sea más grande que el grueso de tu dedo corazón… entonces podrás irte”.

El chico, ansioso, soplaba la vela siempre sin dejar que la vela se consumiese lo suficiente, de manera que todos los años la vela tenía casi el mismo tamaño que el año anterior, y no parecía hacerse más pequeña.

Un día, paseando por el bosque mientras recogía leña con la que encender la chimenea, se encontró con una tortuga que se había quedado vuelta hacia arriba y no podía darse la vuelta. El muchacho se apiadó de la tortuga y la puso boca abajo. La tortuga, agradecida, le dijo: “eres un buen chico. Otros muchachos han pasado por aquí y se limitaron a reírse de mi desgracia. Tú me has ayudado, en cambio, y no lo olvidaré. Como recompensa, te daré un consejo: tus ansias por irte son tan grandes que nunca serás capaz de hacerlo porque la vela nunca será más pequeña. Sin embargo, tus dedos sí pueden ser más gruesos. Trabaja duro, muchacho, y obtendrás tu premio”.

El muchacho así lo hizo, y a medida que fueron pasando los años, la vela no se hizo más pequeña porque el pobre muchacho era demasiado ansioso, pero en cambio sus dedos eran cada vez más gruesos porque cada día trabajaba más duro que el día anterior.

Por fin, llegó un día en el que tuvo las manos más grandes de todo el pueblo (lo cual no era tanto, porque el pueblo era muy pequeño), lo suficientemente grandes como para que el grueso de su dedo corazón fuese mayor que la longitud de la vela.

El padre del muchacho, apenado por la situación, no tuvo más remedio que darle su bendición en la partida, junto con un saquito de monedas de bronce (era demasiado pobre para tener monedas de oro) y una capa negra.

Y así el chico, que ya casi era un hombre, salió de su pueblo por primera vez en su vida. Tomó el camino real que llevaba a la capital del reino y con una canción en los labios empezó a caminar, llevado por la felicidad y la esperanza.

Pero al poco tiempo se dio cuenta de que todo lo que había aprendido en el pueblo se reducía a moler harina, a recoger leña y a arar el pequeño huerto, y nada de eso le servía en el camino y en las posadas. Poco a poco la pequeña bolsa de monedas de bronce se fue agotando y al final no le quedó nada de lo que su padre le había dado. Empezó a comer raíces que brotaban junto al camino y a robar verduras de los campos que cruzaba. Con la capa negra puesta, entraba por las noches en los huertos y arrancaba todos los nabos que podía mientras los perros le ladraban y más de una vez estuvo a punto de que le apresaran.

Aquella experiencia le sirvió para valerse por sí mismo en un mundo distinto a aquel en el que había nacido y crecido. Pero no le gustaba la clase de hombre en la que se había convertido.

Un día se encontró con un monje que estaba caído en el suelo. Se acercó a él, y vio que respiraba de forma entrecortada. “¿Podrías darme un poco de agua?”, le preguntó. El chico sacó su pellejo de agua y se lo acercó a la boca del monje, que se bebió las pocas gotas que quedaban en él. “Gracias”, murmuró. “Voy al monasterio del pueblo”, continuó el monje señalando en la dirección del camino contraria a la que el chico seguía para llegar a la capital del reino. “Es el monasterio del pueblo en el que nací, y también es donde me gustaría morir. Mi abad me dio permiso para ir a pasar mis últimos días allí, pero creo que estoy demasiado enfermo y ahora moriré en el camino”.

El chico, ni corto ni perezoso tomó con sus grandes manos al monje y se lo puso sobre los hombros, y así consiguió llevarlo al monasterio del pueblo que el monje le había indicado. Allí permaneció tres días y tres noches. Con el amanecer del tercer día el monje murió, y fue el propio chico quien se encargó de hacer repicar las campanas de la iglesia.

Fueron pasando más días, y el chico tenía cada vez menos ganas de abandonar el monasterio. Comenzó a trabajar como encargado de los recados, y finalmente un día decidió hacerse novicio. Así, el chico aprendió a leer y a escribir y se ilustró de las Sagradas Escrituras, y aprendió el don de la caridad y se redimió de su pasado como ladrón.

Y sin embargo, un día se levantó a maitines y se dio cuenta de que no tenía verdadera vocación. Dejó el hábito de novicio y se despidió de los monjes, agradeciéndoles lo que habían hecho por él todo aquel tiempo.

El chico retomó su camino hacia la capital del reino, y finalmente, casi sin darse cuenta, llegó a él. Allí conoció a personas ilustres de las que solo había oído hablar en historias que no sabía si eran ciertas. Su pasado como ladrón le permitía juzgar a las personas y escaparse de aquellos que querían aprovecharse de los forasteros. Su pasado como novicio había forjado en él unos fuertes valores que impedían que él a su vez se aprovechase de la gente, y así encontró un trabajo honrado como carpintero. Su trabajo en la carpintería poco a poco le permitió tener la suficiente pericia como para atreverse a hacer algunos trabajos de ebanistería, y finalmente su nombre empezó a escucharse en toda la ciudad como el del gran artista y escultor en el que se había convertido.

Y sin embargo, año tras año, la felicidad del hombre empezó a disminuir. Los ojos con los que había visto la capital del reino por primera vez estaban cada vez más cansados, y aquello que le había parecido atractivo una vez ahora ya no lo era tanto.

Finalmente un día decidió regalar todas sus tallas, sacó la capa negra de un cajón, se la ató al cuello y cogió un puñado de monedas de plata. Cuando la última de las monedas de plata se terminó, el hijo había vuelto a la casa junto al molino, donde su envejecido padre le recibió con la alegría de quien recupera a un hijo al que creía muerto.

“Perdóname, padre”, le dijo el que ya no era un muchacho sino un hombre. “Me fui de mi casa sin darme cuenta de que ésta era mi vida. He sido un ladrón, un hombre de Dios y un artista, y ninguna de esas cosas me dio verdadera felicidad. Añoro los días en que era un niño. Añoro a la gente del pueblo. Añoro el molino. Añoro a mi padre”.

“No, perdóname a mí, hijo mío”, le dijo el padre. “Fui egoísta y no quería que me abandonases. No quería que cometieses errores, sin darme cuenta de que los errores son los que nos hacen aprender y mejorar. Quiero que seas el mejor hombre del mundo. Aunque creo que ya lo eres. Hijo mío, probablemente nunca vayas a recuperar la felicidad de tu niñez, ni siquiera aquí. Pero me tienes a mí, y tienes que saber que tu padre, pase lo que pase, siempre te querrá.”

El hijo y el padre se fundieron en un abrazo.

El hijo comenzó a tallar la madera de roble de los árboles que vadeaban el río y a venderla como muebles y tallas en el mercado del pueblo, lo que permitió darle una vida cómoda a su padre en lo que le restaba de vida. El hijo conoció un día a una preciosa muchacha rubia llamada Penélope en un baile de primavera y al poco tiempo se casaron y tuvieron un hijo y una hija.

El hijo del hijo del molinero se llamó Nacho, y la aventura maravillosa que sucedió con él y con la tortuga, que tantos años después aún seguía en el bosque del pueblo… bueno, lo que sucedió con Nacho es otra historia, y no le corresponde contarla a este humilde narrador.

FIN

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