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martes, 1 de septiembre de 2009

Estoy muy abrigado: Oporto

Me encuentro a bordo del InterCidade Porto-Lisboa, y espero llegar sano y salvo a Coimbra-b, signifique lo que signifique la “b”. Supongo que tarde o temprano me enteraré, y solo espero que no suponga que me haya equivocado de pueblo al comprar los billetes de tren (comboio) y del hotel (*).

Ya me voy, pero las 36 horas que he pasado en Oporto han sido fantásticas. Como siempre, porque me esperaba que la ciudad iba a ser decepcionante (“en Lisboa se divierten y en Oporto se trabaja”, cita un famoso refrán) y ha resultado ser todo lo contrario.

Me quedo, claro, con la sensación que me ha producido el casco antiguo. Del resto de la ciudad apenas puedo hablar, salvo lo que he podido ver en los trayectos de la estaçao a la pensión y viceversa (por cierto, lo de la residencia Marfim se merece un post dedicado a ella exclusivamente).

Creo que me estoy dispersando, pero estoy agotado y aprovechando una pausa en Coimbra para relajarme y “poner los pies en hielo”.

Así que como decía, la sensación que me ha producido Oporto es embriagadora. Una ciudad repleta de rincones por los que perderse, y que puedes descubrir a la vuelta de cada esquina. Y lo que la hace aún más fascinante es que no sabes si esos rincones van a ser un prodigio de belleza, sofisticación o miseria hasta que te tropiezas con ellos.

Efectivamente, el casco antiguo es una sublimación de todos los cascos antiguos: turístico y empobrecido. En Oporto, como digo, esta sensación es mayor. La pobreza se da la mano con la fastuosidad de una catedral o una iglesia con la facilidad con la que se cruza una calle. Rua da Batalha (no confundir con la praça) es un rincón absolutamente empobrecido, desconocido y peligroso desde el que obtuve la mejor perspectiva norte-sur de toda la ciudad.


Otro ejemplo más llamativo: en la falda norte del Ponte San Luiz I hay un barrio tan jodidamente “chungo” que solo me atreví a entrar en él al segundo intento. Eso sí, se te atreves a atravesarlo (estoy hablando de la Strada Das Verdades), podrás capturar la belleza de los contrastes cuando te das cuenta que la escalera acaba en los pilares de acero del Ponte San Luiz, y por tanto, en plena Ribiera del Duero y en la zona de terrazas y restaurantes de lujo de la ciudad.

A pesar de esta pobreza, Oporto ha entendido bien que el turismo puede ser el bote salvavidas de una economía portuguesa en declive (más aún con la reducción de ayudas europeas al incorporarse nuevos estados del Este). Esta comprensión hace que el trato que se le dispensa al tursita es exquisito, y a pesar de atravesar zonas realmente deprimidas, no sentí inseguridad de verdad en ningún momento. Eso no quita que haya muchos carteristas, pero eso como en todos los lados ¿no?

Uno de los momentos mágicos de la noche fue el atardecer en la zona de la catedral. El edificio en sí mismo no merece especialmente la pena, pero la orientación este-oeste y una magia especial que se respira constantemente hace que un atardecer vivido desde allí merezca realmente la pena. La melancolía refulge sobre la fachada de la catedral, sorteando los pináculos de las múltiples iglesias que coronan el horizonte de la ciudad al fondo, y se reflejan con un estertor trágico en las calmas aguas del Duero, solo surcadas por los últimos barquitos que transportan turistas de un puente a otro.


Y después del atardecer… cae la noche sobre Oporto, y la magia se apodera definitivamente de la ciudad. Los neones blancos iluminan como faros las diversas bodegas de vinho de Oporto que riegan la ciudad. La catedral se enciende y atravesar el río por la “tabla de arriba” del Ponte San Luiz se convierte en una gozada para los sentidos. Es en ese momento donde se aúna el Oporto más antiguo (la catedral, el casco antiguo) con la ciudad en auge que fue a finales del S. XIX y principios del XX (el apabullante puente de acero y las Casas De Vinho), y con una ciudad moderna (el metro-tranvía que circula silencioso por el mismo tablón), reñida con una ciudad empobrecida (las casas de la Ribiera a ambos lados del Ponte) pero aún así con un encanto y orgullo propios, fruto tal vez de la historia de soledad y pobreza de un país que lo fue todo hace siglos, y que está intentando encontrarse a sí mismo para recuperar su identidad y su lugar en este nuevo mundo.

Al menos lo ha encontrado en un trocito de mí, con un viaje al país vecino, al país hermano, que me está dando mucho más de lo que había soñado.

Coimbra, 22 de agosto de 2009



(*) Efectivamente, lo de la “b” tenía truco, y es que la estación de destino de mi viaje era la nueva estación, recién construida; pero la vieja, junto a la que está mi hotel y que es la más cercana al casco histórico de Coimbra, estaba a 2 km. Casi una hora dando vueltas hasta que di con la manera de llegar (tiene tela también… ¡vaya país de contrates!).

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