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sábado, 8 de julio de 2006

La sensación de ser Dios

Treinta y cinco grados a la sombra y yo estoy escondido detrás del sofá de la terraza. Mi índice acaricia el gatillo de la escopeta. La fascinación que el arma ejerce sobre mí se transforma en el poder que yo ejerzo sobre los demás.

Sólo es necesario un ligero movimiento de mi dedo. Un espasmo involuntario sería suficiente para que uno de aquellos transeúntes inconscientes que pasan por debajo de mí...

Me estoy excitando cada vez más. Pero debo controlarme. Debo buscar un blanco adecuado, que compense todas las horas que llevo aquí agachado. Sobre todo, no debo precipitarme. Soy una roca. Soy una roca. Soy una roca...

Pasan las horas. Cuando pienso que mi mano está a punto de entumecerse, diviso por fin el objetivo que andaba buscando. Una pareja de adolescentes va a pasar justo por debajo de mí. Si Sigmund Freud levantase la cabeza, tendría mucho que decir acerca de mi decisión.

Están a pocos metros. Ella le acaricia el culo y él le muerde la oreja ligeramente. Parece que se quieren de verdad.

Mejor aún.

Mi mano es más rápida que mi cerebro, y actúa de forma absolutamente instintiva. Aprieto el gatillo una y otra vez, y el agua de mi escopeta se precipita sobre ellos cual tormenta de verano. Me quedo el tiempo justo para ver cómo el muchacho mira a su alrededor desconcertado y levanta la cabeza.

No me ha visto. Lanzo una carcajada silenciosa y vuelvo a la cocina para llenar el arma nuevamente de agua, mientras imagino cómo será mi próxima víctima.

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